Full text: El dinero de los otros

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292 EL DINERO DE 
¡Esto es inaudito! Indudable- 
mente no sabe lo que dice. 
Saludando a su madre de un mo- 
do irónico, replicó la joven: 
¡Gracias por el cumplido! Des- 
graciadamente, jamás como ahora 
he gozado tan por completo de buen 
sentido, querida mamá. Hace un 
instante me decías: «Anda, el 
marqués de Tregars viene a pedir 
tu mano. Es cosa decidida.» Y yo 
te contestaba: «Es inútil que me 
moleste. Aunque en vez de un mi- 
llón de dote, papá me diese dos; 
aunque me diera cuatro, aunque 
me diera los miles de millones que 
Francia ha pagado a Prusia, el se- 
ñor Tregars no me querría por es- 
posa...» 
Y mirando a Mario frente a fren- 
te, le interrogó : 
— ¿No es verdad, señor Marqués, 
que tengo razón y que no me que- 
rría a ningún precio?... Contéste- 
me usted con la mano puesta sobre 
el corazón... 
La situación del señor Tregars 
entre aquellas dos mujeres, igual- 
mente coléricas, aunque con dife- 
rentes manifestaciones, no dejaba 
de ser violenta. Era indudable que 
aquella discusión se había entabla- 
do fuera de allí, y continuaba en 
su presencia. 
Creo, señorita—replicó,—que 
se calumnia usted con ensaña- 
miento. 
—j0h! ¡Le juro que no !—repu- 
so Cesarina.—Y si mamá no se hu- 
biese presentado, habría oído mu- 
chas otras cosas... Pero eso no es 
responder, 
Y como el señor Tregars conti- 
nuase callado, volvióse la joven a 
la Baronesa. 
— ¡Eh! Ya lo estás viendo— dijo. 
— ¿Quién estaba más loca de las 
LOS OTROS 
dos? ¡Ah! ¡Se figuran todos en es- 
ta casa que el dinero lo es todo y 
que todo se vende y todo se com- 
pra! ¡Pues no es así! Todavía exis- 
ten hombres que ni por todo el oro 
del mundo se casarían con Cesarina 
Thaller. Es sorprendente, pero es 
cierto, querida mamá, y hay que 
rendirse a la evidencia. 
Y volviéndose hacia Mario, y sub- 
rayando cada sílaba, como si te- 
miera que se le escapase la alusión, 
agregó : 
—Los hombres a que me refiero 
se casan con las muchachas que sa- 
ben morir de hambre... 
Conociendo a su hija lo suficiente 
para saber que no conseguiría ha- 
cerle callar, la baronesa de Thaller 
se había dejado caer sobre una bu- 
taca. Pretendió fingir que no escu- 
chaba a su hija, o que al menos 
no daba ninguna importancia a lo 
que decía, pero a cada momento 
un ademán amenazador o una ex- 
clamación sorda revelaban la furio- 
sa borrasca que se agitaba en su 
interior. 
—¡Anda, pobre loca |—exclama- 
ba.—Anda, prosigue... 
Efectivamente, la joven conti- 
nuó: 
Sí, por último, el señor Tre- 
gars me amara a mí, sería yo quien 
no le amaría a él, porque enton- 
Ces... 
Un fugitivo rubor enrojeció sus 
mejillas, sus ojos atrevidos vacila- 
ron y bajando la voz, añadió : 
—Porque entonces no sería lo 
que es, porque siento que necesa- 
riamente despreciaría al marido 
que papá me comprara. Y si he ve- 
nido aquí a sufrir una humillación 
que preveía, es que quise conven- 
cerme de un hecho que una pala- 
bra de Costeclar, hace algunos días, 
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