Full text: El dinero de los otros

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1324 EL DINERO DE LOS OTROS 
a la chimenca, donde había 'encen- 
dido fuego para hacer una tisana. 
Al oir pasos se inclinó y puso 
un dedo en los labios : 
— ¡Chist!—dijo.— ¡Tengan cui- 
dado de no despertarla ! 
Pero la precaución era inútil. 
-—No duermo—dijo Luciana con 
voz casi perceptible;— ¿quién está 
ahí) 
—Yo—contestó Máximo aproxi- 
mándose a la cama. 
Bastaba ver a la desdichada jo- 
ven para comprender las terribles 
angustias de Máximo. 
Luciana estaba más blanca que 
las sábanas, y se dibujaba en su 
rostro esa fiebre horrible, conse- 
cuencia de las heridas graves, que 
da a los ojos un brillo siniestro. 
—No está usted solo, Máximo— 
volvió a decir. 
«—Estoy yo con él, hija mía 
contestó el comisario.—Vengo a pe- 
dirle perdón por no haberla prote- 
gido como debía. 
La joven inclinó la cabeza dulce- 
mente. 
La imprudente he sido yo—in- 
terrumpió,—pues hoy en el cami- 
no me pareció advertir algo extra- 
ño... Tuve miedo de abrigar te- 
mor... y he sido atrevida... ¡Pero 
no importa! Lo sucedido esta tarde 
tenía que suceder si no hoy, ma- 
ñana, cualquier día... Los misera- 
bles que desde hace tantos años me 
martirizan deben estar contentos... 
Van a verse pronto libres de mí... 
— ¡Luciana !...—exclamó doloro- 
samente Máximo. 
El señor Tregars, a su vez, se 
acercó. 
Vivirá usted, señorita — dijo 
con voz conmovida,-—vivirá usted 
para aprender a amar la vida... 
Y como fijase en él con sorpresa 
sus grandes 0j08: 
—No me conoce usted—añadió. 
Tímidamente, y como si dudase 
de la realidad, repuso: 
—Usted es el marqués de Tre- 
gars.. 
Sí, señorita... su hermano de 
usted... 
Si hubiese sido árbitro de los 
acontecimientos, de fijo Mario Tre- 
gars no se hubiese descubierto ni 
tan pronto ni tan a las claras. 
¡Pero cómo permanecer silencio. 
so ante aquel lecho de dolor, donde 
una pobre niña víctima de la codi- 
cia de una madre desnaturalizada 
podía sucumbir sacrificada al más 
cobarde y repugnante de los erí- 
menes!... ¡Cómo no sentirse apia- 
dado a la vista de aquella infortu- 
nada que había sufrido todas las 
torturas, todos los martirios imagi- 
nables sin sentir desmayo, sin aco- 
bardarse, sin salpicarse siquiera 
del fango de la vida de París!... 
Por otra parte, Mario no era de 
esos hombres que retroceden de su 
primer impulso; que no se con- 
mueven más que estudiadamente y 
que reflexionan y calculan antes de 
abandonarse a los impulsos de su 
corazon. 
Luciana era la hija del marqués 
de Tregars y de ello había adquiri- 
do la convicción más plena. Per- 
suadido estaba de que la misma 
sangre corría por sus venas y por 
eso se lo dijo. 
Y sobre todo, la veía en peligro 
y quería, si iba a morir, que tuvie- 
se al menos aquel consuelo. 
¡Pobre Luciana !... Nunca hubie= 
se creído tal felicidad. Toda su san- 
gre alluyó a su rostro y con acento 
donde vibraba su alma entera:
	        
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