32 EL DINERO DE LOS OTROS
paro y que podía gastar a su antojo
sin tener que dar a nadie cuenta de
ello!
¡Y con qué alegría vió de sema-
na en semana aumentar su peque-
ño tesoro, a pesar de que lo merma-
ba algunas veces para regalar a Má-
ximo un juguete que quería y otras
para añadir una cinta al tocado de
Gilberta !
Fué éste el tiempo más feliz de
su vida, un alto a lo largo de aque-
lla vía dolorosa que recorría a ras-
tras desde hacía tantos años.
Las horas, pasadas entre sus dos
hijos, volaban ligeras con la rapi-
dez de los segundos.
Si todas las ilusiones de la jo-
ven y de la mujer se habían agosta-
do antes de convertirse en flor, le
quedaban, al menos, las alegrias de
la madre.
El presente bastaba a sus modes-
tas ambiciones, y el porvenir no le
inquietaba ya.
Jamás volvieron a hablar ella y
su marido de sus huéspedes de una
noche; nunca decía él una palabra
sobre el Banco de Crédito Mutuo;
pero de vez en cuando la señora Fa-
voral sorprendió algunas exclama-
ciones de su esposo, que ella reco-
gió preciosamente, y que revelaban
la prosperidad de los negocios.
— ¡Ese Thaller es un buen mas-
tín! — murmuraba, — y tiene una
suerte envidiable.
Otras veces decía :
—Con dos o tres operaciones co-
mo la de hoy, podremos retirarnos
de los negocios.
Esto quería decir claramente que
caminaba a pasos gigantescos ha-
cia aquella fortuna objeto de todas
sus ansias.
Ya en el barrio era reputado por
hombre muy rico, lo que significa-
ba que se empieza a serlo un poco.
La severa economía de su casa
era muy elogiada, porque se esti-
ma siempre a quien tiene dinero y
no lo gasta.
—No será él quien se coma todo
lo que posee—repetían los vecinos.
Las personas que frecuentaban
su casa le creían más que en media-
na posición.
Cuando los señores Desclavettes
y Chapelain se lamentaban, el uno
de la mala marcha de su estableci-
miento y el otro de la escasez de ne-
gocios en su bufete, nunca dejaban
de añadir:
—Usted se ríe de nuestras que-
jas, porque se ha lanzado en las
grandes empresas, donde se gana lo
que se quiere.
Todos ellos tenían en alta estima
sus talentos financieros, y con fre-
cuencia le consultaban y seguían
sus consejos.
El señor Desormeaux solía decir :
—Estos especuladores se entien-
den.
Y la señora Favoral gozaba per-
suadiéndose de que, al menos desde
este punto de vista, su marido er:
un hombre excepcional. Atribuía a
preocupaciones de orden superior,
su mutismo y su total indiferencia.
Estaba segura de que así como la,
sorprendió un día diciéndola que no
les faltaría con qué vivir, le anun-
ciaría cuando menos lo esperase que
era millonario,
VIH
Mas el alto hecho en su vida de
sufrimiento tocaba a su fin, y la se-
ñora Favoral reanudaría su camino
de pruebas más crueles, más hon-
das que hasta las entonces sufridas,
cl