ba no estuviese al alcance de su in-
teligencia, Favoral repetía :
— ¡Conveniencias sociales!...
Arrojóse de repente a los pies de
la señora de Thaller, echando la ca-
beza hacia atrás y con las manos
cruzadas, y exc lamó :
—¡Mientes ! ¡Confiésame que me
engañas y que me estás sometien-
do a una última prueba!... ¡Acaso
no me hayas querido nunca!...
¡Oh! Pero eso no es posible. ¡Aun-
que; me 0 jurases por tu hija, no
Una mujer que no
amase a un hombre, no habría sido
para él lo que tú has sido para
mí... ¿Te has olvidado ya? ¿Es po-
sible que no recuerdes nuestras en-
revistas de la calle del Circo, aque-
llos ratos de pasión, cuyo solo re-
cuerdo me enloquece de entusias-
mo y alegría ?
Favoral estaba espantoso y al
mismo tiempo atrozmente ea
Como tratase de estrechar entr
sus manos las de la señora de Tha.-
ler, ésta retrocedía mientras él la
perseguía arrastrándose de rodi-
llas,
- ¿Dónde vas a encontrar—con-
tinuaba diciendo—un hombre que
te adore como yo, con pasión tan
vehemente, tan loca, tan ciega?...
¿Qué tienes que reprocharme)...
¿No te he sacrificado, sin protesta
de ningún género, cuanto un hom-
bre puede sacrificar en la tierra :
fortuna, familia y honor?... ¿Para
poder sobrellevar tu lujo, para sa-
tisfacer tus caprichos más insigni-
ficantes, para darte el oro que gas-
tabas a montones, no he dejado a
mi mujer y a mis hijos luchando
con la miseria?... ¡Hasta hubiese
arrancado el pan de la boca de los
míos para comprar flores y arrojar-
las a tus pies!
Y durante tantos
2340 EL DINERO DE LOS OTROS
años, ¿he pronunciado la más mí-
nima palabra que revelase el secre.
to de nuestros amores? ¡Cuánto he
llorado!... Me engañabas, y sin
embargo, sufría y callaba. Bastaba
un gesto tuyo para que me apar:
lase, dejando el campo libre a los
que hacía felices tu capricho de un
día. Me dijiste: roba, y robé. Me
dijiste: mata, y procuré matar...
Había logrado asir una de las
manos de la Baronesa, pero ella se
apartó violentamente y con acento
de disgusto y de rabia, exclamó:
- ¡Basta !
En el gabincte inmediato, Mario
Tregars sentía temblar a su lado a
Celia Cadelle
— ¡Qué mujer más miserable !—
murmuró ésta, — ¡y qué hombre
más ruin y más cobarde!...
El ex cajero continuaba de rodi-
llas rozando casi el suelo con la
rente.
— ¡Y quieres abandonarme- -Qe-
mía—cuando nuestro pasado nos lj-
ga elernamente!... reem-
plazarme? ¿Dónde habías de en-
concrar un esclavo tan sumiso c0-
mo yo a tu voluntad?...
La impaciencia se iba apoderan-
do de la Baronesa.
¡Cese usted ya !—interrumpió
ésta, —cese en esas lamentaciones
inútiles y ridículas...
Esta vez Favoral levantó co-
mo si le hubiesen dado un latigazo.
— «¿Qué quiere usted que haga?
—preguntó.
—Huir. Cuando se tienen, como
usted tiene, ciento veinte mil fran-
cos en oro, en billetes de Banco y
en valores seguros, no se encuentra
dificultades...
— ¡Y mi mujer y mis hijos!...
-—Máximo tiene ya edad para
mantener a su madre, y respecto a
¿Cómo