34 EL DINERO DE LOS OTROS
talidades inaguantables de su pa-
dre y los halagos peligrosos de su
madre, privado de todo por el uno
y colmado por la otra.
La señora Favoral había encon-
trado el medio de emplear sus eco-
nomías.
Nunca se le había ocurrido al ca-
jero del Banco de Crédito Mutuo
la idea de dar un sueldo a Máximo;
en cambio, aquella madre débil avi-
vaba en su hijo deseos de poseer di-
nero para tener el placer de satisfa-
cerlos.
Ella, que había sufrido tantas hu-
millaciones durante su vida, se su-
blevaba al pensamiento de que su
hijo pudiese experimentar la menor
lesión en su amor propio, viéndose
obligado a no hacer esos gastos me-
nudos que son la vanidad de los es-
colares.
—Toma—le decía la señora Fa-
voral los días que le tocaba de pa-
seo, poniéndole en la mano algunas
ménedas de un franco.
Desgraciadamente, acompañaba
su obsequio con la recomendación
de que tuviese cuidado de que no se
enterara su padre, sin comprender
que enseñaba de ese modo a Máxi-
mo el disimulo, falseando su natu-
ral rectitud y pervirtiendo sus ins-
tintos.
Para reparar las brechas que
abría en sus ahorros, trabajaba has-
ta perder la vista con un afán lan
duro, que la tendera de la calle de
San Dionisio le preguntaba si tenía
obreras que la ayudasen.
Pero no tenía más ayuda que la
de Gilberta, que desde la edad de
ocho años había sabido hacerse útil.
Por aquel hijo, y en previsión de
gastos crecientes, la señora Favoral
descendía a recursos que, emplea-
dos en beneficio propio, le hubiesen
parecidos indignos y deshonrosos.
Apeló al procedimiento de robar
en su casa, poniéndose de acuerdo
con la criada, a quien convirtió en
cómplice de sus maniobras.
Haciendo prodigios de ingenio
servía al señor Favoral comidas en
que la buena salsa impedía adver-
tir la ausencia del manjar.
Y el domingo, al hacer la liqui-
dación de sus cuentas, aumentaba
sin rubor en algunos sueldos el pre-
cio exacto de cada cosa, celebrando
jubilosa el éxito de su artimaña
cuando conseguía obtener un S0-
brante de doce francos.
»ara justificarse ante sí misma,
nunca le faltaban sofismas que tran-
quilizaban su conciencia.
En un principio Máximo era de-
masiado joven para preocuparse de
la fuente en que su madre iba a
recoger el dinero que no escalima-
ba a sus caprichos infantiles.
Ella le recomendaba mucho que
no dejara adivinar nada a su padre
y 6l obedecía, encontrándolo muy
natural.
Con la edad debía venir el discer-
nimiento.
Llegó el día en que conoció el ré-
gimen a que la casa paterna estaba
sometida.
Observó aquella economía inquie-
ta que parecía denunciar dificulta-
des domésticas, oyó las discusiones
violentas que provocaba el empleo
poco meditado de una moneda de
diez francos; admiró los portento-
sos artificios a que recurría su ma-
dre para disimular la pobreza de sus
trajes, y se sorprendió de la inge-
niosa diplomacia a que apelaba pa-
ra poder comprar a Gilberta un ves-
tido nuevo.