Full text: El dinero de los otros

EL DINERO DE LOS OTROS 43 
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Gilberta Favoral acababa de cum- 
plir diez y ocho años. 
De elevada estatura y esbelta, en 
todos sus movimientos revelaba las 
admirables proporciones de su cuer- 
po y la gracia que resulta del ar- 
monioso conjunto de la delicadeza 
y de la fuerza. 
De primera impresión no cauti- 
vaba; pero después se advertía que 
de su persona desprendíase un en- 
canto penetrante e indefinible que 
seducía, y no se sabía qué admirar 
más, si las exquisitas per fecciones 
de su busto, la ondulación artística 
de su cuello, su andar suave o la 
ingenuidad plácida de sus gestos. 
No se podía afirmar que era bella, 
porque faltaba regularidad á sus 
rasgos, pero su fisonomía móvil, en 
que se reflejaban todos los movi- 
mientos de su alma, tenía irresis- 
tibles encantos. 
Sus grandes ojos, de un azul 
cambiante, con reflejos de tercio- 
pelo, tenían profundidades desco- 
nocidas e increíble intensidad de ex- 
presión; la ligerísima vibración de 
las alas de su nariz denunciaba in- 
domable altivez, y la sonrisa que 
erraba por sus labios denotaba el 
inmenso desprecio que le merecía 
todo lo pequeño y mezquino. 
Su belleza estaba en sus cabellos, 
de un rubio tan brillante que se hu- 
biese dicho espolvoreados con are- 
nillas de diamantes, y tan abundo- 
sos y largos que, para re torcerlos y 
suje tarlos, era preciso dividirlos en 
gruesas matas. 
Era la única en la casa a quien 
no hacía temblar la voz de su padre. 
El calculado despotismo que ha- 
bía servido para domar a su madre, 
la había sublevado a ella, y su ener- 
gía estaba templada en el mismo 
crisol que debilitara el carácter de 
Máximo. 
Mientras su madre y su hermano 
mentían con el tranquilo impudor 
del esclavo, que no tiene otra arma 
que la doblez, Gilberta guardaba 
desdeñoso silencio, 
Si las circunstancias le hubieran 
impuesto la complicidad, si hubie- 
se tenido que sostener una mentira, 
cada palabra que pronunciara le 
habría costado un esfuerzo tan pe- 
noso, que su rostro la hubiera he- 
cho traición. 
Nunca, en asuntos que sólo a ella 
afectaran, había querido mentir. 
Con la mayor gallardía y fuesen 
las que fuesen las consecuencias de 
su franqueza, decía : 
—La verdad es ésta. 
Es por esto por lo que el señor 
Favoral no podía por menos de res- 
petarla hasta cierto punto y llamar- 
la en sus momentos de buen humor 
la emperatriz Gilberta. 
Era la única para quien tenía al- 
guna deferencia y atenciones. 
A una mirada de su hija, Favo- 
ral contenía la brutalidad de sus 
lenguaje, y todos los sábados la ob- 
se quiaba con un ramo de flores. 
Es más, había consentido en que 
Gilberta tuviese un profesor de pia- 
no, a pesar de su declaración de 
que las mujeres sólo deben poseer 
dos clases de conocimientos: el de 
la costura y el de la cocina. 
Pero fué tanta la insistencia de 
ella, que al fin su padre encontró en 
una guardilla de la calle del Pas-de- 
la-Mule, un viejo maestro italiano. 
el signore Segismundo Pulci, es: 
pecie de gran genio ignorado, para
	        
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