De
52 EL DINERO DE LOS OTROS
truir los aparatos que imagin: ba...
Y me vi reducido a tener que ga-
nar el pan cotidiano...
Estaba ya a dos pasos de la des-
esperación, cuando encontré a un
hombre a quien había visto eu casa
de mi padre en diversas ocasiones
y que me pareció se interesaba mu-
cho en mis investigaciones.
Era un especulador llamado Mar-
colet.
Sus Operaciones no son bursátiles
sino industriales. Compra granos y
elmacena trigos y harinas. Cons-
tantemente está sobre la pista de la-
bradores que necesitan dinero y que
se mueren de hambre con los gra-
neros llenos, y se presenta a ellos
en el momento de crisis suprema.
El hombre les compadece, les ani-
ma, les consuela, les ayuda y aca-
ba a menudo por hacerse dueño de
lo que poseen. A veces se equivoca
y pierde entonces unos cuantos bi-
letes de mil francos.
Pero si acierta, sus beneficios se
calculan por centenares de miles de
Írancos.
¡Y cuántas patentes de invención
explota! ¡De cuántos inventos re-
coge los resultados aumentando su
capital, mientras los inventores es-
> ere ii cda
nopoliza, y con la misma avidez de-
fiende un jarabo contre la ti
fórmula le ha vendido un pobre far
macéutico, que una pieza de una
máquina de vapor cuyo secreto le
ha cedido un mecánico de genio.
pesar de esto, Marcolet no es
iicperiona:
En vista de mi situación, me pro-
puso, mediante un sueldo anual,
emprender ciertos estudios de quí-
mica industrial que me indicó. Yo
acepté y al día siguiente estaba ins-
talado en un cuarto bajo de la calle
de Tournelles, donde establecí mi
laboratorio, poniendo acto continuo
manos a la obra... De esto hace ya
un año...
Marcolet debe estar satisfecho,
porque he encontrado para teñir la
seda un matiz nuevo, cuyo coste
de fabricación es insignificante...
Yo vivo, reduciendo mis gastos a le
estrictamente necesario y dedican:
do el resto a proseguir la investiga-
ción del problema cuyo descubri-
miento será para mí la gloria y for-
tuna...
Palpitante de indecible emoción,
la señorita Gilberta escuchaba a
aquel joven, desconocido para ella
poco antes, y de quien ahora cono-
cía la vida como si fuesen antiguos
amigos.
Ni siquiera se le ocurrió la idea
de sospechar de su sinceridad.
Nunca habían vibrado en sus oÍ-
dos palabras como aquéllas.
Sus sonoridades graves y conmo-
vedoras despertaban en ella sensa:
ciones extrañas y multitud de pen-
samientos no sospechados.
La joven sorprendíase de la ex-
presión de sencillez con que habla-
ba de la nobleza de su familia, de su
pasada opulencia, de su presente
p breza, de sus obscuros trabajos y
de sus elevadas esperanzas.
Admiraba profundamente el so-
erbio d dén con que hablaba del
dinero, y que se traslucía en cada*
una de sus palabras.
Era un hombre que, por lo me-
nos, de iaba ese dinero, ante el
cual h: A ento TAS
ostradas en el fango a todas las
que conocía...
Después de un instante de silen
igiéndose siempre aparen-
. A
cio, y q
temente a su anciano compañer
Mario Tregars prosiguió ;,