Full text: El dinero de los otros

EL DINERO DE LOS OTROS 03 
-Si te dijese que me guía un in- 
terés poderoso y que es absoluta- 
mente necesario para el éxito de 
vastas combinaciones... 
-Te respondería—exclamó Gil- 
berta con altivez,—que no me con- 
viene servir de arras a esas combi- 
naciones... ¡Ah! se trata... de un 
nezocio, de una empresa, de algu- 
na gran especulación, y quieres en- 
tregar a tu hija a guisa de depósito 
para responder de tus compromisos, 
pero procurando afianzar los de 
otro... Pues bien, me opongo resuel- 
tamente a eso; di a tu asociado que 
el negocio fracasó... 
La ira del señor Favoral iba en 
aumento a cada palabra que pro- 
nunciaba su hija. 
—Yo te obligaré a que accedas a 
mis deseos—le dijo. 
—Podrás romperme; pero, do- 
blarme, ¡jamás! 
—Eso lo veremos. Máximo y tú 
se convencerán de que un padre dis- 
pone de multitud de recursos para 
someter a sus hijos rebeldes contra 
su autoridad. 
Y conociendo que ya no era due- 
ño de sí mismo, salió de la habita- 
ción lanzando terribles juramentos 
y haciendo temblar a portazos las 
paredes de la escalera. Máximo se 
estremecía de indignación. 
—Nunca como en este instante— 
dijo, —había comprendido lo infa- 
me de mi conducta. Con un padre 
como el nuestro, Gilberta, debía ser 
tu defensor, y no obstante, he per- 
dido hasta el derecho de intervenir. 
Mas con mi fuerza de voluntad no 
será necesario que transcurra mu- 
cho tiempo para que la reparación 
sea completa... 
Cuando pocos momentos después 
se quedó sola la señorita Gilberta 
felicitóse de su energía. 
—Mario no estará descontento de 
mí-—pensó. 
La recompensa no se debía hacer 
esperar. 
Llamaron a la puerta. 
Era el viejo profesor, el señor Se- 
gismundo Pulci, que venía a darle 
la lección diaria. 
En su semblante, más arrugado 
que manzana en Pascuas, reflejá- 
base vivísimo regocijo y en sus 0j8s 
sonreían las más espléndidas espe- 
ranzas. 
-—Sabía, signora—exclamó desde 
el umbral de la puerta, — que los 
ángeles dan la felicidad. Y así como 
sale todo bien a quien se acerca a 
ellos, lo mismo debe ocurrir al que 
se acerque a usted. 
La joven no pudo ocultar la son- 
risa que la oportunidad del cumpli- 
miento hizo acudir a sus labios. 
— ¿Tiene usted algún motivo de 
alegría, querido maestro? 
— Estoy en camino de conquistar 
gloria y fortuna—repuso éste.—Mi 
fama se extiende y los alumnos se 
disputan mis lecciones. 
La señorita Gilberta conocía de 
masiado la exageración realmente 
italiana del digno maestro para sor- 
prenderse. 
—Esta mañana—prosiguió éste, 
—impulsado por la inspiración, me 
levanté temprano y me puse a tra- 
bajar con maravillosa facilidad. De 
pronto llamaron a la puerta. No ten- 
go memoria de que nadie lo haya 
hecho así desde el día en que su 
digno padre vino a buscarme. Aun- 
que sorprendido, invité, no obstan- 
te, a entrar al que se presentaba en 
mi humilde morada, y entonces vi 
aparecer un joven alto y fuerte y de 
aspecto altivo e inteligente... 
La joven tuvo un escalofrío,
	        
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