Full text: El dinero de los otros

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66 EL 
los movimientos del pretendiente. 
Dos de ellos, el señor Chapelain y 
el viejo Desormeaux, estaban en 
disposición de juzgar de su valor; 
pero al afirmar el señor Favoral que 
ganaba cuatrocientos mil francos 
por año, había echado sobre sus 
hombros una especie de manto du- 
cal que ocultaba todas sus imper- 
lecciones. 
Tiene la lengua bien expedita 
murmuró el buen Desclavettes al 
oído del señor Desormcaux. 
El burócrata le impuso silencio 
dándole un codazo. 
Era para él aquél el momento 
más interesante de la velada. 
Sin esperar la contestación de su 
mujer, el señor Favoral se apresuró 
a llevar a su protegido delante de 
la señorita Gilberta. 
—Querida hija—le dijo, —te pre- 
sento al señor Costeclar, el amigo 
de quien te hé hablado. 
El señor Costeclar hizo una reve- 
rencia más profunda que antes, en- 
cogió aún más los hombros. 
La joven le miró de arriba abajo 
con una mirada tan glacial, que, la 
lengua del fatuo, tan expedita, que- 
dó paralizada en su boca, sin en- 
contrar más frases que: 
—Señorita... tengo el honor... 
soy el más humilde de sus admira- 
dores... 
Afortunadamente, Máximo esta- 
ba en pie a tres pasos de él, y al 
verle se apresuró a tomarle la ma- 
no, diciéndole : 
Confío, caballero, que pronto 
seremos buenos amigos. Su exce- 
lente padre, que se preocupa muy 
mucho por su porvenir, me ha ha- 
blado con frecuencia de las bellas 
cualidades de que está usted ador- 
nado. Ya me ha manifestado que 
hasta ahora el éxito no ha corres- 
DINERO DE 
LOS OTROS 
pondido a sus deseos. A la edad de 
usted ése es un mal pasajero. En su 
época nadie encuentra su camino as 
primer esfuerzo. Hay que probar 
muchos para hallar el que conduce 
a la fortuna; pero al fin encontrará 
usted el suyo. Desde este momento 
pongo a su disposición mi influencia 
y mi experiencia en los negocios, y 
si me toma por consejero... 
Máximo había retirado su mano. 
Le quedo muy reconocido, ca- 
ballero—contestó con despego,—pe- 
ro me tengo por muy satisfecho con 
mi suerte, y me creo de bastante 
edad para caminar sin andaderas... 
Cualquier otro que no fuese el se- 
ñor Costeclar se habría desconcer- 
tado; mas él quedó tan tranquilo, 
que no dejaba lugar a dudar de que 
había sido advertido de antemano 
y esperaba aquella acogida. 
Giró sobre sus talones y acercóse 
a los amigos del señor Favoral con 
una sonrisa complaciente que deja- 
ba ver a las claras el deseo de con- 
quistar sus sufragios. 
Eran los primeros días de junio 
de 1870, y nadie podía prever aún 
las terribles catástrofes que debían 
señalar la conclusión de este año 
fatal. 
No obstante, Francia sentía el in- 
definible malestar que precede a las 
grandes convulsiones sociales. El 
plebiscito no había bastado para 
restablecer la quebrantada confian- 
za, y diariamente circulaban rumo- 
res alarmantes que apasionaban a 
las gentes y les hacían pedir noti- 
cias de lo que ocurría. 
El señor Costeclar estaba muy 
bien informado. 
A su venida había pasado por el 
bulevar de los Italianos, terreno 
bienaventurado en que todas las 
tardes el Bolsín realiza operaciones 
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