UÉ una tarde de mayo, en la calle de León.
Román González venía de Antón Martín con-
duciendo su coche, un “roadster cabriolet” de dos
plazas, cuando al llegar casi enfrente de la Acade-
mia de la Historia encontró obstruída la mitad del
arrgyo por dos enormes carros de mudanza, para-
dos uno tras otro en el borde de la acera. Román
era muy prudente guiando, sobre todo dentro de
la población. Aminoró la marcha, tocó el claxon,
sacó la mano por la ventanilla y entró por el estre-
cho pasadizo lo más despacio posible. A pesar de
todas estas precauciones no Pudo evitar que en
aquel preciso instante surgiera una mujer por el
hueco que dejaban los carros entre la trasera del
uno y los caballos del otro y se pusiera de espal.
das delante del “capot”, tan cerca, que González
tuvo que frenar rápidamente para no atropellarla.
Aun así, el parachoques debió de darle en las pier-
nas, porque la mujer perdió el equilibrio y cayó al
suelo. Acudieron en su auxilio varios transeuntes
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