ma que me tiene. No es que sea mala, pero es des-
obediente y muy ligera; no le da importancia a nada;
todo lo toma a broma, y a mí eso no me gusta.
Estos últimos tiempos estaba yo muy contenta
porque había notado que desde el día en que te co-
noció se había vuelto más formal. Apenas salía de
casa; por las mañanas un ratito a la iglesia y por
las tardes a verte. Cuando volvía me hablaba siem-
pre de ti con un entusiasmo que no te puedes gu
rar. Yo me decía: ¡Bendito sea Dios y bendito ese
hombre que la ha cambiado así! Porque has sido
tú, únicamente tú, quien ha conseguido el milagro
con tu carino y tu comportamiento. ¡Qué alegría
la suya cuando le dijiste que os ibais a casar! Pero,
hijo, de unos días a esta parte se me está maleando
otra vez; no para en casa un momento; no coge
una aguja ni se ocupa de nada, y cuando la regaño
se ríe. Esto a mí no me gusta, porque no debe ser,
ni yo la he educado así. Y por eso te digo: mira,
Román, ya que tienes ese ascendiente sobre ella,
empléalo en que se enmiende; ríñela si es preciso;
ten energía, imponte, ya que está visto que a ti te
hace más caso que a nosotros.
Román la oía con profunda emoción, verdadera-
mente apiadado de la ignorancia de la pobre mujer.
¿Pero es posible—pensaba—que estas fentes no se
hayan dado cuenta de que la mayoría de las cosas
que a Maruja le ocurren no son naturales ni co-
rrientes, y al no serlo deben responder a un estado
o Ya NOR