lía la pena de que se hubiera molestado usted. —Y
encarándose con el chico: —Tráete unas sillas y avi-
sa a la maestra.
Obedeció el muchacho y poco después llegó
Consuelo. Era el vivo retrato de Maruja, aunque
más alta y más gruesa. Más basta también, más or-
dinaria, sin composturas ni aliños, como mujer que
ya se ha libertado de la preocupación de la coque-
tería. Llevaba puesta una bata de cretona de hechu-
ra lamentable y el cabello en melena, liso y sin on-
dular. No obstante, era muy guapa; más guapa que
Maruja. Al ver a Román vaciló sorprendida y se
duedó como cortada.
—Pero, óno conoces a este señor?—le preguntó
el marido.
—Sí, si—dijo confusa ella, tendiéndole la mano—.
¡Pues no he de conocerle! ¿Cómo está usted?
Cogió una silla y se sentó. Se enredaron los
tres en un diálogo anodino y vulgar; una de esas
charlas saltarinas, sin congruencia lógica, a que acu-
den las personas cuando no tienen nada que decir.
Era tan manifiesta la falta de interés, tan frecuentes
las pausas, que en una de ellas la mujer propuso:
—¿Quiere usted tomar algo?..., un poco de cer-
VCeZA...
—No, muchas gracias—rehusó ¿l—, antes de co-
mer no suelo tomar nada.
Y siguieron hablando. De pronto Román abor-
dó la cuestión.
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