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—Sí, mujer, ¿cómo no?
—Y si puedes darme cinco duros, te lo agrade-
ceré. He salido de casa sin dinero y quiero hacer
algunas compras.
—Tómalos.
Sacó un- billete de la cartera y se lo dió disimu-
ladamente, con el pretexto de estrecharle la mano.
Ella se la retuvo:
—No te olvides de lo que te he pedido. Avísa-
me en cuanto empecéis a “filmar”. Ya te he dicho
que tengo un interés enorme en hacer películas.
—Bueno, mujer; adiós.
A. partir de aquel día, la volvió a encontrar con
relativa frecuencia, unas veces sola y otras acompa-
ñada. Habló con ella en diferentes ocasiones, pero
siempre con excusas de prisa, lo más breve posible,
evitando recuerdos y eludiendo cualquier conato de
intimidad, tanto con ella, como con cualquiera de
las amigas que la acompañaban. Cada vez eran éstas
de apariencia más lamentable y más innoble. Tam-
bién Maruja iba peor vestida. La conversación, ge-
neralmente terminaba pidiéndole ella dinero, a veces
cantidades irrisorias, tres pesetas, dos, una, que él
le daba en el acto para quitársela de encima. Maru-
ja acabó por enfadarse con él. Ultimamente, cuando
le veía, se limitaba a saludarle desde lejos, con fes-
to desdeñoso y hostil. Una tarde, ni siquiera le vió.
Pasó junto a él como una autómata, más delgada que
nunca y más marchita. Y fué el último encuentro.
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