UN cuando él confesaba que iba a cumplir cin-
A cuenta y siete años, nadie al verle habría creí-
do que hubiese traspasado los cincuenta. Era hombre
alto, extremadamente alto y grueso en justa propor-
ción con la estatura, sin redondeces ni adiposida-
des, ni siquiera en ese natural desarrollo del vien-
tre que adquiere la mayoría de las personas a
medida que avanzan en la época viril y que la
gente llama la curva de la felicidad. Don Pedro
Ruiz de Soto tenía la complexión atlética de un
gimnasta de circo retirado, que sigue conservando
la preocupación de la línea. Pero contra lo que sue-
le ocurrir con la generalidad de los hombres hercú-
leos, no había en toda la magnitud de su persona
el más pequeño rasgo de tosquedad ni ordinariez;
era, por el contrario, muy distinguido, de una so-
bria, severa y refinadísima elegancia, elegancia sen-
cilla y natural que no dependía de la calidad ni el
corte de la ropa, sino de la manera de llevarla.
Don Pedro Ruiz de Soto no era ciertamente un
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