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—Entonces, ¿por qué me habla de amor?
—Porque es lo más agradable de que pueden
hablar un hombre joven y una mujer bonita cuando
se encuentran a solas.
—Pues a mí es la conversación que más me
aburre.
—Eso no lo dice usted en serio.
—Tan en serio lo digo, que si usted quiere que
nuestra amistad se consolide, tiene due darme su
palabra de caballero de que nunca me importunará
con semejante ridiculez.
—Jamás le daré a usted esa palabra.
—HEntonces no seremos amigos.
—Sí, porque llegaremos a una fórmula de tran-
sacción y de concordia.
—¿Cuál?
—Yo le hablaré de amor y usted no me hará
caso.
—¡Pero qué terquedad! ¿Para qué hablar de
amor?
—Porque yo no sé hablar de otra cosa delante
de una mujer.
—¡Pobrecillas! Pues se aburrirán con usted
mucho.
La llegada del camarero con la bandeja del ser-
vicio fué para Román de una oportunidad salvado-
ra. Gracias a ella pudo decorosamente suspender el
diálogo, en el que iba perdiendo terreno, y aprove-
char la pausa para reflexionar. Desde luego no tuvo
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