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—Tus motivos tendrás. En electo, te veo preocu-
pada. ¿Qué te ocurre?
—Una cosa tremenda.
Don Periquito la miró atentamente. Se había
sentado Laura con el abrigo puesto y las piernas
cruzadas en un amplio y cómodo butacón de piel,
junto a la mesa del despacho. El se acomodó en el
de enfrente, la cogió una mano, le dió unas palma-
ditas en ella y le dijo alable y cordial;
—Cuéntame.
Laura se estremeció toda; se le crispó la boca
con un gesto de dolor y de angustia y se le hume-
decieron los ojos.
—Pero, hijita — preguntó él, alarmado—. ¿Tan
grave es lo que vas a decirme?
—Muy grave. ¡Ay, don Periquito de mi alma,
y qué disgusto tengo!
—Bueno, mujer, ante todo sosiégate. Quítate el
abrigo, que hace mucho calor, y deja el sombrerito
encima de la mesa. Estarás más cómoda.—Y cuan-
do ella le hubo obedecido, prosiguió encendiendo
un cigarro: —En el mundo no hay nada irremedia-
ble, Laurita. Peor o mejor, siempre existe solución
para todo. Dime lo que te pasa, que por grave que
sea, ya veremos el modo de arreglarlo.
—Sí, sí—murmuró ella—, por eso he venido a
verle a usted. Usted es la única persona que me
inspira confianza. Si usted no lo arregla, no me lo
arregla nadie.
— ql —