—Bueno, Marujita, son las siete. ¿Quiere usted
que emprendamos el regreso?
—A su disposición. Cuando usted guste.
Se levantó de un brinco, mas al segundo paso se
detuvo y contrajo la boca con una mueca de dolor.
—¿Qué es eso?—dijo él-. ¿Le sigue molestan-
do a usted la torcedura?
—En cuanto pongo el pie en el suelo. Mire,
mire, parece que se me ha hinchado un poco. No
voy a tener más remedio que desabrocharme el bo-
tón del zapato.
—Si no es más que eso y usted me lo permite...
—Ay, ya lo creo. Dios se lo pague a usted.
Aliviada de la opresión siguió hasta el coche y
subió sola, grácil y ligera. Tras ella subió él; tomó
el volante, pero antes de poner el auto en marcha
le preguntó:
—¿Sigue doliendo el pie?
—No apoyándole, no. Ahora va bien. No me
molesta nada.
—¡Qué fastidio! —dijo Román malhumorado—.
Y todo por una tontería. Porque es el caso que to-
davía no me explico cómo pudo ocurrir. Yo iba
tocando el claxon. No comprendo cómo usted no
lo oyó.
—¡Sí lo oí! Esto es lo curioso. Lo oí perfecta-
mente. Pero iba en aquel momento tan abstraída,
tan ensimismada, que no me di cuenta del riesgo
hasta que el coche no se me echó encima.
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