ra, que la existencia de un cariño muy grande.
Ahora bien: ¿qué cariño era éste? ¿Una pasión
oculta, refrenada por el respeto, contenida por la
timidez, Acid 15 el desaliento y la amargura que
le imponía la diferencia de los años, o quién sabe,
quién sabe si por el concepto rígido d del honor que
él proclamaba siempre, más A en este caso por
tratarse al fin de una mujer casada y ser amigo del
esposo? Todo era posible en un hombre como don
Periguito, tan esclavo del deber y de las conve-
niencias mundanas. Mas por otra parte, si era ver-
dad que estaba apasionado, enamorado de ella,
¿cómo escuchó su confesión sin inmutarse? ¿Cómo
no estallaron sus celos ante la cínica crudeza con
que ella relató su aventura? Laurita mantenía per-
fectamente vivos en la memoria todos los porme-
nores de la conversación, y recordaba bien que sólo
hubo un momento en que don Periquito se levan-
tó indignado: cuando adquirió la certidumbre de que
el otro era un canalla que pretendía cometer un
“chantage”. Pasado ese momento transitorio y elí-
mero, recobró la calma y no volvió a tener en toda
a entrevista una palabra de recriminación, ni el más
pequeño reproche de amargura, ni un solo gesto
que demostrara contrariedad ni siquiera despecho.
¿Es concebible que se conduzca de este modo nin-
gún hombre enamorado de una mujer? No—se dijo
Laurita entre tranquilizada y tal vez en el fondo
dolorida—, don Periguito no me quiere; por lo
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