mujeres. Oi yo no temiera asustar a alguna de las
personas que me escuchan, aún me atrevería a decir
más: diría que es un drama muy bello. Hay en él
un ambiente tan intenso de poesía, due hasta la
misma brutalidad del crimen queda esfumada como
elemento secundario.
Hizo una breve pausa y prosiguió:
—Conozco bien el asunto, porque actué en él
como juez de instrucción. Me acababan de destinar
al pueblo, y casi puede decirse que debuté con él.
Fuí yo quien levanté el cadáver de la víctima e ins-
truí las primeras diligencias. Recuerdo que entonces
me pareció un crimen completamente vulgar. No le
dí importancia ninguna. Como los hechos estaban
clarísimos y el procesado convicto y confeso, en
muy poco tiempo substancié la causa, la elevé a la
Audiencia; luego me destinaron a otro sitio y no
volví a acordarme de ella hasta que ahora, al leer los
periódicos y enterarme de la actitud del reo, no he
podido menos de sentir por ese pobre hombre una
profunda compasión.
—Bueno, pero ¿qué sucedió? ¿Por qué fué el
crimen?
—Pues nada, muy sencillo: El era un señorito
de pueblo, indómito y cerril, antojadizo y capricho-
so, acostumbrado a las conquistas fáciles de lugare-
nas y criadas, ducho en el acoso por los callejones
y en los retozos de las eras. Ella, una señorita sen-
timental y soñadora, due leía novelas y tejía pañue-
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