lo haría peor. Es mejor que lo dejemos para maña-
na. Ahora, si usted quiere, invíteme a merendar.
—Con mucho gusto, pero óno será todavía de-
masiado temprano?
—No; precisamente tengo un hambre horrible.
Estoy casi en ayunas.
—¿Y esof
—Tuve esta mañana un pequeño disgusto con
mamá y no quise comer.
El, intrigado, se atrevió a inquirir:
—¿Cosa seria?
—No, nada; tonterías..., escaramuzas familiares.
El caso es que en el fondo a mamá le sobraba ra-
zón. Pero ¡qué quiere usted, a mí me da mucho co-
raje que me lleven la contraria! No lo puedo sulrir.
El, discreto, soslayó el diálogo para no entrar
en pormenores íntimos.
—Bueno, vamos a merendar. ¿Adónde quiere
usted que vayamos?
—Lléveme a un bar en donde den ensaladillas
rusas.
—óLe gusta a usted la ensaladilla rusa?
—Con delirio.
—Pero eso no alimenta.
—A mí, sí.
—Bien, bien; vamos donde usted quiera.
Salieron por la puerta de Madrid. Diez minu-
tos después, sentados mano a mano ante una mesa,
en uno de esos bares callados hd discretos que han
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