afortunadamente inadvertida. Nadie se dió cuenta
del estado deplorable del pobre Santisteban. Nos
sentamos en un rincón, en dos amplios butacones,
y pedimos café. La comodidad del asiento, la tibieza
de la temperatura, el ambiente de silencio y de paz
que reinaba en la estancia, me hicieron temer por
la resistencia del comandante. Este hombre—pensé—
se va a dormir en la butaca en cuanto me descuide.
Pues, no. Contra todas mis suposiciones, estaba
bien despierto, con muchas ganas de hablar, y den-
tro de la monotonía, de la tenacidad del mismo
tema, con perfecta lucidez en sus razonamientos.
Su gran preocupación seguía siendo el deseo de
evitar a su mujer due le viese beodo.
—¿Usted cree=me decía—que el calé me senta-
rá bien?
—Hombre, iqué sé yo! Eso usted lo verá.
—Me parece que sí. Me parece que me encuen-
tro un poquito mejor. Voy a pedir otra taza.
—Y en cuanto se la tome usted, nos vamos a
dormir.
—¡Ojalá!
—¿Pero usted no comprende que cuanto más
tiempo tarde en ir a casa será peor?
—Según. Eso dependerá del estado en que lle-
gue. Di voy sereno, no sucede nada. Mi mujer,
afortunadamente, no' es celosa. Lo único que le dis-
gusta es que beba. Fuera de eso, tiene absoluta con-
fianza en mí. Sabe perfectamente que, aparte del
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