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La muchacha se puso colorada y balbució con-
fusa:
—Usted debe estar confundido, caballero. Yo no
tengo el gusto de conocerle a usted.
Román se quedó estupefacto.
—Pero, icómo!... ¿Usted no se llama Maruja?
—Hombre, hasta cierto punto, porque, en elec-
to, yo me llamo María.
—Bueno, Maruja o María, igué más da! Todo
es uno y lo mismo.
—No, señor, no es lo mismo; a mí no me llama
nadie Maruja.
—¿Usted no vive en la calle de Lope de Vega?
—Sí, señor; allí vivo.
—¿Y no se acuerda usted de mí?
La muchacha parecía tan admirada como él. Le
miró fijamente, frunció los labios con un mohín de
incredulidad, y contestó:
—NOo tengo idea de haberle visto a usted en mi
vida.
Y se echó a un lado, con intención de seguir su
camino. El la contuvo.
—No, no, señorita, usted perdone; no se vaya
usted así. Le suplico encarecidamente que me atien-
a un momento. de trata de un caso excepcional,
que para mí tiene una importancia enorme. No es
posible que yo esté confundido. Usted es..., usted,
y no puede ser otra. La vOZ, la cara, la figura, el
tipo, la expresión, el gesto...—Calló desconcertado,