—Pero me quieres como soy, ¿verdad?... de-
cente.
= io e quiero de todas maneras.
—Pues si prometes respetarme, si me das pala-
bra de que no me vas a perder, te daré todos los que
me pidas. Aunque me cueste mucho trabajo conte-
nerme yo te los daré. Todo se reducirá a que me
hagas pasar un mal rato.
Sugestionado por la actitud humilde de la chica,
por este noble rasgo de indefensión y de franqueza,
se apresuró a decir.
—No, quita; déjalo. Lo mejor será no hacer la
prueba.
—Si—contestó María ingenuamente—. Derá lo
mejor.
Y, en efecto, desde aquella tarde ella fué la pri-
mera en rehuir las ocasiones. Ya no le buscaba las
manos ni se oprimía contra él. Si alguna vez, dis-
traídos en el encanto de la conversación se les pe-
saban las rodillas, ella en seguida, al darse cuenta,
separaba la suya. Diríase que hasta le daba miedo
mirarle frente a frente. Y no era tibieza de cariño
ni falta de ilusión, ni mucho menos mojigatería ni
escrúpulos hipócritas. Si alguna duda hubiera podi-
do Román tener en este punto, habría bastado para
desvanecerla el sentirla temblar ante una frase apa-
sionada y más aún cuando, inadvertida o intencio-
nadamente, al cogerla del brazo insinuaba en la piel
una caricia o sentados en los sillones en la obscu-
E