contaron después en la Casa de Socorro, porque el
pobre Román no se enteró de nada. El sólo se dió
cuenta del estrépito del golpe, un dolor agudísimo
en los ojos y una humedad caliente que le corría
por la cara. Como no veía, creyó que se había que-
dado ciego, y la impresión fué tan enorme, due se
desvaneció. Cuando recobró el sentido, oyó una
VOZ reposada y serena que le decía:
—No se preocupe usted, que no ha sido absolu-
tamente nada. Pudo ser cosa muy grave, pero afor-
tunadamente no ha pasado del susto. En el mo-
mento del golpe usted, por instinto, debió cerrar
los ojos, y gracias a ello los cristales sólo han heri-
do los párpados y algunos arañado la córnea, pero
sin llegar al iris. Las pupilas están del todo indem-
nes. No hubo siquiera hipoma. Dentro de tres días
se hallará usted curado y en disposición de salir a
la calle y dedicarse a sus ocupaciones.
—¡Pero si no veo nada, doctor!
—Naturalmente, como que está usted vendado
para evitar la fotofobia.
—Y además me duele mucho.
—Sí, son dolores ciliares que irán cediendo poco
a poco. No se preocupe,
—Doctor, por lo que más quiera no me engane
usted. Dígame la verdad.
—Le doy a usted mi palabra de médico y de
hombre.
Y para acabar de tranquilizarle le refirió lo suce-
e