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La checoeslovaca de los Estados Unidos exclamó, batiendo
palmas, en el colmo de s$u entusiasmo:
—A ésa sí que la dejaba yo que diera puntapiés a mi pe-
rrito—no podía expresar mejor su admiración hacia la bai-
larina.
Nuestro grupo de amigos no era el único de los espectadores;
el salón estaba lleno de socios del club y no todos compartían el
entusiasmo de la cantante. Mientras ésta aplaudía hasta desha-
cerse las manos, otros muchos que jamás habían hecho nada más
que criticar, comentaban de muy diferente forma la actuación
de la bailarina.
-—Es asombroso—decían en un grupo contiguo—-lo que ese
Gran ha logrado hacer de esa muchacha. Hace un par de años
era una muñeca de palo.
—Á; y JE es una muñeca articulada; muy bonita, ¿quién
lo va a negar? Pero no pierde la tiesura, la rigidez de los movi-
mientos y eso que Gran se desvive por enseñarla.
Gran, en efecto, aunque pretendía pasar desapercibido, no
se VR de ella un momento. El la guiaba, le indicaba los
cambios de paso, la levantaba en el aire, haciéndola dar vuel-
tas sobre su cabeza, la empujaba, la sostenía, la manejaba como
si pesase lo que las plumas con que adornaba su vestido de sa-
tín. Era indudable que le había enseñado muchísimo, pero el
éxito de los maestros está en hacer buenos discípulos: la gloria
de uno es la gloria del otro. Como si hubiese oído las observa-
ciones de los detractores de Corina, Gran se apartó a un lado
y dejó a su discípula que bailase sola.
Mientras bailaba, Strickland descubrió el secreto de su triun-
fo. Encantadora, graciosa, exquisita, no cabía duda; pero ha-
bía otras como ella, lo que tenía era una cualidad especial, par-
ticular, necesaria para llegar a la altura en que estaba y eya una
asombrosa reserva, cierto retralmiento, que se manifestaba aún
bailando como un derviche alocado.
Eso se lo decía en voz baja a Ariadna y añadió:
—Eso es lo que ocurre, mi querida amiga. Quiero decir en
ello que nunca deja de pertenecerse a sí misma. Se mostraría muy
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