-—¡Qué tonta soy! No tengo derecho a retenerle más tiempo.
Demasiado han hecho ustedes con acompañarme hasta estas
horas. : ;
Coja usted su capa, Corina, y suba a acostarse. Nosotros
no nos iremos hasta que sintamos que ya ha cerrado usted la
puerta de su alcoba.
Obedeció la bailarina y a poco oyeron el girar de la llave
en la cerradura y el correr de su pestillo. Un momento después
Ariadna y Strickland montaban en el coche de éste.
Al salir del callejón a una
el brillante sol de aquella hermosa mañana de primavera, ex-
clamó:
—¡Oh, Juanito! ¡Qué hermoso sería... !—no terminó la
frase. Con los ojos clavados en su amigo, no se atrevió a seguir.
¿El qué?
plia vía, la condesita, al ver
—El seguir hasta la orilla del mar.
Strickland alargó la mano para coger el tubo y. hablar al
chófer, pero la joven le contuvo arrepentida.
—No; no es posible, querido Juanito.
-—En menos de dos horas, ahora que hay poco tránsito por
la carretera, estamos allí.
-—Sí; pero dos horas para ir, una para estar allí y otras dos
para volver, serían lo menos las nueve cuando yo entrase en
casa, con zapatitos dorados de baile, descotada y tú de frac
con la corbata blanca. No me faltaba más que eso, para que
cien mil envidiosas me arrancaran el pellejo.
— ¡Qué hermosura—pensaba-—contemplar el azul del tran-
quilo mar, rompiendo las leves ondas en la dorada arena de la
playa, en esta dulce mañana de junio!
-—Qué rabia! ¡Qué fastidio !—exclamó en alta voz.
— Tienes razón, chiquita.
Ariadna rió y Strickland le hizo dúo:
Pocos meses antes no hubiera titubeado un momento y ya
estarían camino del mar, tirando piedras al agua, correteando
por la arena, con sus zapatitos de baile, su traje descotado y su
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