La partida duraba tanto como la nevada, sólo la dejaban para
comer, pero a nadie se le ocurría irse a la cama.
Archie Clutter ganaba mucho dinero, o hablando con más
propiedad una gran cantidad de fichas, al principio de la par-
tida, pero después empezó a perder, a perder sin cesar,
A las once de la noche del segundo día, Clutter se puso de
pie de un salto y lanzando un rugido de fiera, de un empujón
envió la mesa a distancia y soltó un puñetazo en la cara de
uno de los jugadores, gritando:
-—¡ Pramposo! ¡Ladrón!
Según Eleutheros, el jugador en cuestión era el conde de
Bozart, perfectísimo caballero, de inmaculada reputación. Aque-
lla agresión no tenía fundamento. Era que Clutter, nervioso por
sus enormes pérdidas, cansado por tan larga sesión, debilita-
do por la falta de sueño, se había dejado llevar de su tempe-
remento violento. Eleutheros se echaba en parte culpa de lo
ocurrido, por haber autorizado que se jugase tanto tiempo y
tan tirado. No había límite para los restos.
——Sí, señor presidente—-decía en la Audiencia—. Mucha
de la culpa es mía—acusaciones que fueron acogidas por re-
petidos ¡Ohs! y ¡Ahs! del público que llenaba la sala—. Pero
como Clutter era el que perdía no podíamos abandonar el jue-
go sin su consentimiento y él insistía en continuar.
Las exclamaciones del público se repitieron, esta vez en tono
de simpatía hacia el declarante. Eleutheros, como dueño de la
casa, no podía obrar de otra manera.
—-Además—continuó diciendo el griego—. Nos encontrá-
bamos encerrados, sitiados por la nieve, en una habitación pe-
queña, con el aire enrarecido, tan separados, a aquellas alturas,
del resto del mundo, con la nieve amontonada en las ventanas.
En aquellos momentos creo que niguno de nosotros estaba en
su estado normal.
El público, los periodistas, la sala, todos encontraron muy
justas aquellas observaciones. Era natural que aquel forzado
secuestro produjera sus efectos. La opinión se puso de parte
de aquel hombre tan leal, que cargaba con el oprobio del cri-
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