en dar un resbalón. Entre todos amurraron al inglés, de pies a
cabeza, le llevaron al cuarto contiguo y le encerraron con llave,
Estos eran los hechos que leyó Ricardo. Después de un mo-
mento de descanso, continuó su lectura.
Gracias a su buen amigo. Hariand había conseguido un mag-
míhco puesto en la Audiencia, para presenciar el proceso, y al
contemplar los amarillentos recortes recordaba como si lo es»
tuviera viendo aquel acto, a lo que él era tan aficionado. Veía
perfectamente al Tribunal, al jurado, al procurador general,
con su toga roja, haciendo una violenta acusación y frente a
él al famoso Virobert, de blanca barba, abogado defensor, que
hizo un notable discurso.
El jurado se retiró y no tardó mucho en regresar para dar
el veredicto.
Al cabo de tantos años, Ricardo oía, como si fuese en aquel
momento, la contestación de los jurados y la pronunciación de
la sentencia, por el impasible presidente,
—“Veintiún años de trabajos forzados en las Colonias penl-
tenciarias de Francia” y como cuando lo oyera hacía diez años,
se volvió para buscar con su vista al reo en el banquillo de los
acusados, entre dos gendarmes.
Ricardo era lo que los franceses llaman con cierto enfemis-
mo un “amateur”, un aficionado, dominado por una pasión por
lo horrible, lo macabro. Su paseo favorito cuando estaba en
París era por la columnata del “Palais Royal”. Cuando se
cometía un crimen se dirigía allí presuroso, entraba hasta el lu.
gar del suceso y reconstruía con voluptuoso terror los horrores
gue allí se habían cometido. Ahora, al leer aquellos recortes,
recordaba punto por punto, sin perder detalle, el proceso de
le causa contra Clutter, al que veía como si le tuviese delante.
Era un joven de veintinueve años, pero parecía más joven y
llamaba la atención por su corrección en el vestir, elegante,
sin cursilería ni exageración, cuidadoso de su persona, sin per-
der un átomo de virilidad.
La exquisitez de su ropa interior como exterior, sus bien
cuidadas manos; todos los detalles en su persona indicaban que
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