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A las nueve sonaba el timbre y Elías Tomson entraba a
preparar el baño, que con ayuda de un termómetro ponía a la
temperatura exigida, echaba las sales de rigor, suavizaba la
navaja, ponía agua caliente en un cacharrito y volvía a salir
en silencio.
Entonces Ricardo se levantaba, se ponía una bata de riquí-
simo brocado, se iba a tomar el baño en el cuarto contiguo y
a continuación empezaba con los misteriososo ritos de su “toi-
lette”.
En la mañana siguiente al banquete en el Semíramis fué in-
terrumpido en aquellas importantes manipulaciones. Ricardo es-
taba aún en el baño, cuando su ayuda de cámara, desde el
otro lado de la puerta le anunció que un individuo pregunta-
ba por él y decía que tenía que hablarle con urgencia.
—¡Que se vaya a paseo!— gritó Ricardo malhumorado,
pues no había dormido muy bien aquella noche—. Que vuelva
a otra hora más decente. No voy a cambiar mis costumbres
por un cualquiera.
Se sintió mclesto; aquello le había descompuesto. Se acl-
caló y vistió más rápidamente que nunca y poco después de
las nueve y media bajaba al comedor. En la mesa, y separa-
da del montón de cartas corrientes, vió una con un sobre muy
sucio, sin sello ni estampilla y con solo su nombre y apellido,
Ricardo llamó a Elías y le preguntó quién había traído aque-
lla carta.
—El hombre que preguntaba por usted.
—+¿En dónde está?
—Se ha ido; no ha querido aguardar y ha dejado esta carta.
—«¿La ha escrito aquí?
—No; la traía ya escrita; dijo que se la entregase al señor
en seguida, pues era muy importante.
Ricardo se echó a reir y dejó a un lado la epístola.
—Las cartas pidiendo dinero son siempre muy importantes
para el que lo pide—dijo convencido, pero Elías añadió:
-— Importante para usted, señor.
—¿Para mí?
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