En el banco que quedaba enfrente a la pareja, nabía un
hombrecito, casi oculto por un periódico que tenía abierto de-
lante de él. Hacia allí se dirigió Ricardo y Hospel Roussencq
dobló el papel, apoyó los codos sobre sus muslos y fijó en él
unos ojos densos, brillantes, de ribetados párpados sanguinolen-
tos, que parecía se lo querían comer. Era el otro camarero del
Semíramis, el pequeñito de cara de hurón, pero que ya no te-
nía la amable y servil mirada de la noche anterior. ¡Repug-
nante!, había dicho su ayuda de cámara y repugnante, en
efecto, era: daba náuseas el verle.
Ricardo había calculado su tiempo con exactitud, porque
apenas se hallaba a diez metros del hombrecillo cuando las
campanas de todos los relojes y torres de las cercanías, domi-
nados por las graves campanadas del reloj del Parlamento em-
pezaban a dar las diez.
—Es usted puntual, abuelo—-le dijo Roussencg—. Ha hecho
bien, porque tiene usted muy malas notas.
Ricardo, en pleno radiante junio, en el corazón de Londres,
rodeado de flores, con docenas de ventanas de las casas conti-
guas que daban al jardín y con la enamorada pareja a pocos
pasos de allí, sintió ánimos para contestar.
—¿Malas notas? No soy ningún chiquillo de la escuela para
que me las pongan y si lo fuese usted no sería mi maestro.
— Aparte de las escuelas, hay otros sitios donde ponen ma-
las notas-—indicó el pequeño francés.
Ricardo observó al instante:
— Sí; en los presidios también se ponen malas notas: pero
*i soy un recluso ni usted es mi ca
Ricardo estaba satisfec!
celero.
ho de sus réplicas, pero lo hubiera
estado más aún si Hospel Roussencg hubiera movido el me-
nor músculo de su cuerpo; pero estaba inmóvil, como una €s-
tatua. Ni siquiera pestañeó. La fijeza de sus ojos decía algo
que el otro adivinaba, pero que no hubiera podido explicar.
Por fin, el hombrecillo indicó con suave voz, sin inmutarse:
—Con que sí, ¿eh? Ya que no quiere usted entenderme
me explicaré: usted se está metiendo en asuntos que deben te-
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