Para una conferencia como la de Roussencg aquel lugar
era ideal y, sin embargo, el francés bajó la voz y por primera
vez una ligera sonrisa se inició en sus labios.
Bonito auto el de usted, con un escudo pintado en la porte-
zuela. Se da usted importancia con él, como con sus estúpidas
peroratas. Anoche, al salir del Semíramis, se detuvo usted en
la calle Coventry.
— ¿Cómo demonios lo sabe?—se preguntó Ricardo.
Roussencq éruzó una pierna sobre la otra y dió una fuerte
chupada al cigarrillo y aguardó a que el otro hablase.
—En efecto—contestó éste—; eran poco más de las once.
Me encontré con todo el jaleo de la salida de los teatros. Un
policía en Haymarket nos obligó a detenernos durante cuatro
o cinco minutos.
——Cuatro o cinco, no, señor; exactamente tres o cuatro—ob-
jetó el francés, acentuando su burlona sonrisa e imprimiendo a
su cabeza un movimiento de vaivén, que trastornmó al viejo.
Estaba como el ratón frente al gato o como el pajarillo ante
la serpiente, fascinado, hipnotizado.
—¡Cuánta luz!-—continuó Hospel, burlón—-. ¡Cuánto co-
che! ¡Cuánto lujo! ¡Cuánta prisa para nada! ¡Cuánto chi-
guillo vendiendo las últimas ediciones de los periódiwos! ¡kus>
tos voceando cerillas, aquéllos ofreciendo tabaco! ¡Qué alga-
rabía !
——Sí: hay mucha bulla allí a aquellas horas de la noche-
asintió Ricardo. Sin saber por qué se sentía aplanado. El pá-
nico se había vuelto a apoderar de él; sintió que la sangre se
le helaba en las venas y la negra cabeza reluciente de pomada
seguía balanceándose en rítmico movimiento. La sonrisa seguía
en los labios, el fulgor de los ojos no se apagaba.
-—Mi amigo y yo no perdimos de vista a su coche y cuando
se paró, nos preguntamos: ¿Ahora? En aquella confusión era
tan fácil. En un minuto, en diez segundos está hecho... ¡Pun!
Se acabó.
-—¿Qué dice usted?—exclamó Ricardo, pálido como la cera,
—Pues nada; verá usted qué sencillo hubiera sido. Mi ami-