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tumbrado a mandar grandes masas, pues hasta llegó a verse al
frente de una brigada en el último año de la Guerra Mundial y
Thorne ni siquiera había mandado una compañía completa.
—Hace un momento me suplicó usted que le perdonase una
impertinencia—dijo Strickland con voz reposada, taa pronto
como el capitán ocupó su asiento—. Ya se la he perdonado,
pero usted no ha hecho sino ensartar pregunta tras pregunta y
ahora no toleraré la impertinencia segunda, la de despedirse en
la forma que lo ha hecho, sin que me explique el motivo de su
interrogatorio.
Thorne le miró con curiosidad. Volvió a dejar su casco y su
fusta sobre la mesa. La situación había cambiado por comple-
to y sólo por el hábito de poner autoridad en la voz. Los pape-
les se habían trocado.
—Me he equivocado, mi coronel —exclamó, pensando si su
equivocación en su juicio había sido tan grande como en su con-
ducta. ¡Quién sabe, quizá sea este el hombre que necesito—.
Se me había metido en la cabeza—añadió que durante quin-
ce meses había estado usted cazando fieras y que había venido
a Mogok con el mismo objeto.
Dicho eso empezó a explicarse:
—Detrás del “bungalow” de Dak, se extendía la yungla con
algunos poblados aquí y allá. Una de esas aldeas, a cuatro ho-
ras de camino de Mogok, venía sufriendo los constantes ata»
ques de un tigre. Sus habitantes estaban sitiados por la fiera. El
felino había matado a un búfalo, a infinidad de cabras y hacía
poco, en pleno día, había arrebatado a una mujer que se ale-
JÓ unos cientos de metros del poblado y, por último, hacía
poco había entrado en una cabaña y cogió a un hombre, al que
mató durante la noche.
El poblado está aterrado y me ha enviado una comisión pi-
diendo que se les socorra—añadió Thorne—, pero es difícil ha-
cerlo. El personal de la oficina Forestal se encuentra muy le-
jos de aquí y yo no puedo moverme de mi sitio. Las minas tie-
nen contratado para estos casos un gran cazador, pero éste está
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