el golpe final, algo diabólico, inventado por los más perversos
presidarios en las largas horas de soledad, aburrimiento y mar-
lirio,
—Acérquese y escuche; escuche muy bajito una cosa que a
mí mismo me la digo muy quedo.
Con repugnancia no disimulada, Ricardo obedeció. El fran-
cés le cogió por la solapa de la chaqueta, acercó su boca al
oido del viejo y habló en voz tan baja que parecía tener miedo
de que le oyese algún pajarillo y revelase el secreto a los cuatro
vientos.
A las pocas palabras, Ricardo se puso repentinamente de
pie y tambaleó como un beodo. El francés tuvo que soste»
nerle en sus brazos para que no diese con su cuerpo en el suelo.
El aficionado a las fuertes emociones las estaba experimentan-
do, pero no reflejadas, sino directas y sin el apoyo de su ami-
go el heroico Hanand; sus rodillas se doblaban, sus piernas
se negaba a sotenerle.
—Ahora ya puedo estar seguro de que cumplirá su pro-
mesa. Ya no se meterá en nuestros asuntos. Ya puede irse.
Cómo salió del jardín y cómo llegó a su casa fueron cosas
que Ricardo no llegó nunca a explicarse. Se tumbó en una pol-
trona de su biblioteca y escondió la cabeza entre las manos,
epartando la vista de los libros, que contenían los reccrtes que
había coleccionado durante tantos años.
—¡Me ha dado una lección—se repetía—. Una buena lec»
ción!
Resonaron unos golpes en la puerta y apareció el ayuda de
camara con una bandeja de plata y en ella una tarjeta.
-—Este caballero desea verle. Dice que sólo un par de mi-
nulos.
Ricardo leyó:
Juan Strickland.
Teniente coronel de guardias de Coldstream.
Por un momento no se dió cuenta de quién era, pero ense-
guda cayó en la cuenta: era el hombre que haba hablado de
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