en cama con una pierna rota. Vive ahí—añadió, señalando una
casita blanca al pie de la colina—. Por eso, cuando supe su
llegada de usted me figuré que era enviado de Dios que venía
a libertarnos del feroz felino.
Strickland miró sorprendido a su interlocutor.
—«¿ Y me quiere usted hacer creer que me ha hecho tantísi-
ma pregunta solamente para saber si yo era digno o no de matar
un ligre?—exclamó indignado—. Me choca que no me haya
usted preguntado también en qué escuela aprendí mis primeras
letras.
—No, señor; no es eso—contestó Thorne ya más tranquilo,
pero sin el menor asomo de impertinencia, y añadió á manera
de explicación: z
—No le extrañarían mis preguntas si hubiese pasado algu-
na, toda una larga noche, encaramado en la rama de un árbol,
en médio de la selva esperando a uno de esos animales devo-
radores de hombres. Entonces, sabrá usted que pasar una no-
che entera solo, en un casa encantada, no podía ponerle los
nervios en mayor tensión.
El capitán hablaba con sinceridad. Una tan pintoresca me-
táfora, procedente de una imaginación tan poco fantástica como
la del policía extraño a Strickland y despertó una curiosidad
y algo más aún. El instinto de combatividad.
—Ciertamente que no he experimentado tal emoción, pero
con un buen rifle...
Thorne contempló a su superior con atención, midiéndole de
arriba abajo.
El coronel era delgado, esbelto, de estatura mediana, ágil
de movimientos y de constitución robusta, hecha para sufrir mo-
lestias e inclemencias del tiempo; pero su cara era quizá dema-
siado perfecta, demasiado fina y sus ojos en exceso soñadores
para aventurarse a someterle a tan dura prucba. Su mirada
tenía esa vaguedad y misticismo de los hombres que viven en
la soledad. Las ideas prácticas y gregarías de Thorne no debían
amoldarse al espíritu del- coronel, pero por otro lado la histo-
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