de otra manera. Era el miedo que tenía de que se descubriese el
complot con su compinche Clutter.
—Corina era una cómica y siempre estaba en escena, men-
tirosa, hipócrita, engañadora—tal pensaba Strickland.
—No—se decía——; Ariadna no puede, no debe ser víctima
de una traición; de ninguna manera.
Hacer traición a Ariadna, tan buena, tan leal y constante
con sus amigos. Eso era un crimen imperdonable; pero la con-
desita se mantenía inconmovible, como un fardo sobre una roca
en pleno océano. Leal con sus amistades, sus amigos no debían
hacerla traición. Constante en sus afectos, se merecía la constan-
cla de los otros. Franca con sus elegidos, éstos le debían sin-
ceridad.
¿Podía él demostrar a la mujer que más quería en el mun-
do que una amiga le iba a hacer traición? Era más que probable
que Ariadna le diría:
—¿Pero estás seguro de no haberte equivocado? Segura-
mente era Bachilena el que viste, puesto que Corina te lo ha
dicho.
Nada, nada; lo mejor es ir a ver al periodista Trevor y de-
cirle que aún quedaba algo por averiguar en el asunto de Isa-
bel Clutter.
-—91 yo fuese detective—seguía reflexionando—trataría de
averiguar si Corina insinuó algo, dijo algo, antes de morir lsa-
bel, de la cual esperaba heredar, por lo menos en usufructo, una
no despreciable fortuna, porque esto sería el natural desliz que
podía cometer una muchacha como ella, asediada de acreedo-
res, envuelta en deudas.
Strickland se sentía abrumado, atribulado por estas conside-
raciones.
Trevor sabe algo, no me cabe duda. Si gracias a él con-
sigo convencerme de lo que sospecho, de que Corina es cóm-
plice, por lo menos, en la muerta de Isabel, la obligaré a que
abandone Inglaterra para siempre.
Así razonaba cuando tiró por la izquierda en lugar de haber-
lo hecho por la derecha.
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