cio la pérdida de una carta; lo que sufriría la buena reputación
de la casa.
Strickland se consumía de impaciencia. Estaban perdiendo
un tiempo precioso. Archie Clutter le llevaba dos días de ven-
taja. Era indudable que el hombre tigre llevaba la carta de
Coucher cuando fué a visitar a Corina. El, ardiendo por cono-
cer el contenido de la epístola y aquellos dos locuelos coque-
teando y riéndose allí al lado, sin buscar la copia. Se les oía,
en efecto, dar largas carcajadas, jugueteando, flirteando, ¡sabe
Dios! En verdad, que tardaron mucho en regresar y si bien
la melena de Judy seguía tan peinadita y no se notaba el me-
nor desorden en su atavío, también era cierto que el color de
su rostro era más subido y el brillo de sus ojos era mayor que
cuando salieron de la sala.
—- Aquí tiene que estar! —anunció la muchacha al entrar,
mostrando un copiador de cartas, copiadas por el antiguo pro-
cedimiento de la prensa,. Allí, pues, estaría reproducida la
carta con todas sus faltas de ortografía, con toda fidelidad.
Colocó el copiador sobre la mesa y mojando la punta del
dedo índice con la lengua empezó a pasar las finas hojas de
papel se seda.
— Aquí está; no me acordaba de ella—dijo, dejando de
sonreir—. Es más serio de lo que parece.
Strickland acercó su silla a la mesa y permaneció un buen
rato ante el copiador abierto.
Nadie hablaba en la habitación, un aire de opresión parecía
flotar en la atmósfera. Strickland leía con avidez. Allí había
cosas que no esperaba o temía encontrar. Si la Policía se hu-
biera enterado de lo que en aquella carta estaba escrito, Maung
H'la y Corina estaran en presidio para aquellas fechas. ¡Si
tuviese autoridad sobre Corina!, había dicho a Trevor. Pues
ahora ya la tenía, podía hacerse obedecer, es decir, hubiera
podido, si Archie Clutter no hubiese leído aquellas líneas an-
tes que él: dos días antes y en la carta original.
He aquí el contenido de aquella epístola:
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