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todas eran de las que a Ariadna no le llenaban por completo.
"Telefoneó a su casa, pero no estaba allí.
——Probablemente estará en “Ceros y Cruces”-—«se dijo—.
Por lo menos allí veré a Corina.
Pero no fué así. Después de las doce y media entró en el
afamado club de noche. Todas las mesas estaban ocupadas.
Corina había bailado aquella noche a las once y se había ido
en el momento en que terminó. Strickland, desesperado, aban-
donó el local y a toda velocidad de su auto se dirigió a casa
de la bailarina. Estaba a oscuras, ni una luz brillaba en las
ventanas; nadie contestó a sus repetidas llamadas. Las criadas
estarían dormidas como troncos.
Como loco, empezó a visitar todas las casas donde estaba
invitado. Como sus amistades eran las mismas que las de Ariad-
na, esperaba encontrarla en alguna de aquellas reuniones. “Todo
fué inútil, en ninguno de los aristocráticos salones estaba la
condesita, ni la habían wisto por allí. Nadie le dió razón de
ella.
Se iniciaba el alba y aún el coronel no había podido dar
con el paradero de Ariadna.
Desesperado, furioso consigo mismo y con su suerte, despi-
dió al chófer, encargándole que fuese a encerrar y él, pensati-
vo, con la cabeza baja, las manos atrás, se encaminó lentamen-
te a pie hacia su domicilio.
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