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Filis “se agitaba de impaciencia, de tal manera, que parecía
que bailaba. z
—Sí, coronel, sí; a la calle Carlos se refiere; en ella estamos.
—Y los otros dos versos—siguió interpretando Strickland—-
se refieren a esos conos de hierro, o apaga velas que se solían én-
contrar a la puerta de las antiguas casas, donde apagaban las
hachas los que de noche llegaban. Metían bajo el cono, que es-
pas taba en alto...
a —Sí, sí; todo eso ya lo sabemos—replicó impaciente la mu-
4 chacha— y hace tiempo que hemos encontrado el extintor ése,
38 dentro tiene escondida la última indicación para encontrar el
0) tesoro. Está a la entrada de una casa, al final de la calle; pero
A está tan alto que no llegamos. Venga usted.
¿ —¡Ah...! ¿Es para esa clase de trabajo para lo que me
A necesitan ustedes? Yo creí que era para descifrar la estrofa.
La otra muchacha volvió a hacer un gesto con la boca, que
quería parecerse a una sonrisa y dejó escapar un sonido gutural
agudo, que quizá fuese una manera de demostrar su hilaridad
y que más tenía de relincho de potrillo que de sonido humano.
—¡ Venga, vamos corriendo, coronel !—contestó Filis—. Que
pueden llegar los otros y fastidiamos—y la joven echó a corre)
calle arriba, como un chiquillo juguetón, seguida de Strickland
—¿A cuánto asciende ese fabuloso tesoro?—le pregunté
éste.
—A um chelín y ocho peniques, todo en cobre y yo tengu
que ganarlo; ha de ser mío.
—Sí; será de usted si emplea su inteligencia y yo mis múscw-
los —observó Strickland, al verse reducido a un auxiliar pura
mente material.
Una nueva idea acudió a su mente y se paro.
—¡Un momento!-—exclamó.
— ¡Pero hombre, por Dios!—gritó Filis—. ¡Qué cachaza !
¡Qué poco amable es usted! ¡Corra, hombre, corra! No com
prendo cómo Ariadna puede sentir esa pasión hacia usted.
Strickland sintió un escalofrío de alegría al oír la última fra-
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