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se. ¡Vaya reproche que le hacía Filis! Sin moverse, como si
bubiera echado raíces, exclamó:
-—¡Ah! ¿Pero es verdad que me quiere?
Berta, la de las muecas, montó en el auto y partió veloz ha»
cia Berkeley, como su amiga le había encargado, mientras Fils,
desesperada por la calma del coronel, daba patadas en la ace»
ra, compungida, rabiosa, a punto de llorar.
— ¡Qué hombre! ¡Qué hombre !-—repetia.
—Ya voy, Filis—dijo y echó a andar, añadiendo-—: ¿Toma
también parte Ariadna en este juego?
—Si; la vi en el punto de reunión, debe venir detrás de nos-
otras.
—Debiera habérmelo figurado—pensó—; ahora me explico
el que no haya podido dar con ella en toda la noche. Y yo
que tanto temía por ella—y en alta voz, pregunto:
-——Digame, Filis. ¿Iba en su coche?
—Si; en el de aluminio.
—Supongo que iría con Juilán Ransome.
—¡ Julián en estos juegos! —exclamó la muchacha mirando
a Strickland, como si hubiese dicho el mayor despropásito—,
O no conoce usted a Ransome o está usted completamente loco.
—No tan loco-—replicó, sin molestarse y siguiá corriendo
tras las pizpireta joven. Ransome, ya lo sabía, era demasiado
serio para intervenir en aquellas frivolidades. Muy brillante cuan»
do discurseaba, era bastante vulgar y pedante para tomar par-
te en aquella clase de diversiones.
Al pensar en Julián le dieron ganas de reír.
Filis se detuvo en la acera.
—¡ Coronel, venga! Estírese a ver si alcanza. No se ría que
esto es muy serio.
Strickian llegó hasta ella.
-—Sí, señorita; me estiraré, treparé, haré lo que usted quiera.
La casa ante la cual estaban, tenía un porche con un arco
de hierro delante, en medio del cual había un cono del mismo
metal, hueco; pero tan alto que no había hombre que pudie-
se llegar hasta el interior. En otros tiempos, levantando en alto
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