anterior paseo junto a la mujer amada. Se había remontado has
ta el cielo, en alas de la fantasía y ahora se encontraba en ia
Tierra. Echó de menos a Filis, quizá volviese a oír su llamada:
¡Coronel, venga! y correr presuroso para encontrarse con
Ariadna.
Pasó volando frente a los cuarteles de Hounslow y una milta
1ás allá vió uno de los buzones de la Asociación de Automó-
wiles y un auto parado allí mismo. Enfrente había un café, con
sus cafeteras a la vista y frente a ellas Filis Harmer y Berta
'Carthew, sentadas en el suelo, en los almohadones dei coche,
—¡Yo he ganado, coronel! ¡He encontrado el tesoro!—
le gritó Filis, en cuanto le vió.
Vió la intensa tristeza que se pintó en el rostro de Stricklana
y quiso animarle:
—No se apure; irán llegando poco a poco. AAcompáñenos
a tomar café.
El coronel se sentó junto a las dos muchachas, al aire libre,
donde le sirvieron huevos con torreznos y café. Mientras desayu-
naban iban llegando, unos tras otros, coches y más coches, de
los que saltaban riendo y gritando jóvenes y muchachas, que
alegres se sentaban sobre el césped, pidiendo el desayuno entre
carcajadas y bromas, formando grupos como en una romería,
Pero el auto de aluminio no aparecía.
—A ver si han tenido algún pinchazo—indicó Filis, al ver
la cara de angustia del coronel, que no apartaba la vista del
camino real,
Se levantó con su amiga y las dos subieron al auto y antes
de partir, añadió:
—Voy a ver si las encuentro. ¡Adiós!
El sol brillaba ya esplendoroso. Los trajes de bailes y los
fraques estaban fuera de su lugar, así es que los cazadores del
tesoro fueron montando en sus vehículos y partieron camino de
Londres. En el café, frente al buzón de los automovilistas, sólo
quedaba Strickland. Era inútil aguardar más. Ariadna y Co-
tina ya no habían de llegar.