fué para ella una excusa para poder desaparecer sin que Na-
die lo notase.
—«¿Pero por qué; para qué?-—exclamó Rausome levantan-
Go en alto las manos.
Una nueva idea acudió a la mente de Strickland. Quizá se
explicase la huída de Ariadna. Llevaba un rato con la cara
entre las manos, alzó la cabeza y se quedó un rato mirándole
en silencio. De repente, le preguntó:
—Diga usted, Ransome. ¿No habrá usted aburrido a Ariad-
pa con sus teorías y discursos? No; no se moleste ni se ofenda,
Reconozca la verdad. Con sus ideas, con sus teorías y perora»
tas hace usted verdaderamente insoportable. A veces se
pone usted de unas formas que no hay hombre ni mujer que le
aguante.
Rausome sonrió forzadamente.
—Ya está usted con su humorismo—exclamó-—. ¿Se quie»
re usted divertir a costa mía?
El coronel no se mordió la lengua.
—Es que las personas como usted son muy divertidas; su
misma solemnidad hace reír.
Julián hizo como que no le oía y formuló a su interlocutor la
pregunta que éste temía, porque su contestación prolongaba la
entrevista que estaba deseando ver terminada.
—+¿Estaba sola Ariadna cuando usted la vió?
La contestación no se hizo esperar.
—Y o no la vi. No me encontraba en la plaza Portman cuan»
do se reunieron los que tomaban parte en el juego. Me dijeron
que estuvo allí.
—-¿Sola?
-—No me dijeron que estuviese sola.
-—Entonces estaba con alguien.
-——Así parece.
-—¿Con quién?
Strickland no podía negar. Había levantado sospechas, exas-
perado a un hombre y no era prudente ocultar la verdad.
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