el nivel de los demás; ya tengo mi parte en el Gobierno directo
úe la nación, ¿y a ella qué?
Strickland le interrumpió:
— Dejemos eso por el momento, Ransome. Ariadna no po-
día imaginarse semejante cosa.
El coronel estaba pálido, desasosegado y contemplaba al
abogado con ansiedad. Había hablado con el tono autoritario
que solía emplear a veces y al que estaba acostumbrado desdo
los días de la Gran Guerra.
——Podía habérselo imaginado; le diré por qué—+<mpezó a
explicar Julián—: El presidente del Consejo de Ministros, me
lo comunicó en la Cámara de diputados, a las cinco de la tarde.
Había un debate importante que a mí me interesaba, pero no
volví al momento a la Cámara, sino que fuí a la biblioteca para
escribir a Ariadna dándole la noticia y le envié la carta a mano,
con un ordenanza.
El airado subsecretario hablaba como si hubiese hecho el sa-
crificio más grande del mundo, por haber robado unos minu-
tos al debate en su nuevo cargo—dió un profundo suspiro y aña-
dió—: En balde aguardé. La contestación no vino. No me
envió ni dos palabras de felicitación.
—No estaría en casa; no me cabe duda—objetó Strickland.
——Puede haber ocurrido eso—concedió Julián—; pero me
parece que en una ocasión como esa debiera haber estado en
casa y, sobre todo, me daña muchísimo que no estuviera pol
los motivos que supongo.
— ¡Cosas de las mujeres! ¡Cualquier tontería!-—se le ocu-
rrió decir a Strickland.
Puede ser, sí; tonterías de mujeres—añadió—. Al ver
que no contestaba a mi carta, pensé que estaría camino Je la
Cámara, para desde la tribuna de las damas verme sentado, no
en los escaños como otras veces, sino en el banco de los minis»
tios y subsecretarios, en uno de los puntos más altos, gozando
al ver el gran paso que había dado en mi carrera; pero ni la
carta ni ella. Yo estaba furioso, porque llegó la hora de ce-
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