nar y ya debía haber leído mi nota. Esa indiferencia me ha
indignado, Tratarme así, a mí..., a mí.
Strickland creía oír hablar a un Sátrapa; echaba de menos
el arco y las flechas en manos de Ransome.
Los orientales solían castigar severamente estas negligencias
femeninas. Julián, sin embargo, no había terminado de enumerar
sus quejas. Faltaba la mayor de las injurias.
—Salimos del Parlamento a las once de la noche; tomé un
“taxi” y fuí a casa del conde de Browden y me dijo la doncella
que la señorita había estado allí a cambiar de indumento, pero
que se había ido sin dejar ningún recado para mí. Yo no lo
cuería creer, tenía que haberme dejado una nota: dos palabras.
La doncella, entonces, para convencerme, me llevó al gabinete
particular de Ariadna y desde la puerta vi la carta sobre la
mesa. Ya me lo figuraba yo. Después de todo no era tan incon-
siderada como yo había creído.
—Lo ve usted —dije a la criada—. Ahí está la carta para
má.
—Esa carta no es para usted, señor—replicó la doméstica—.
Es una que trajeron esta tarde para lady Ariadna.
Así era, en efecto, la doncella tenía razón. Era mi misma
carta dándole la noticia de mi nombramiento, pero la carta
estaba sin abrir.
— «¿Sin abrir?-—exclamó el coronel, poniéndose de pie.
—Sí. ¿Se da usted cuenta ahora de la manera indigna de
tratarme? Allí estaba mi carta, que no había merecido ser abier-
ta, como si fuese de don Nadie—y echó una terrible mirada a
Strickland, com si el don Nadie lo hubiera dicho por él.
El coronel vió claramente la llaga ensangrentada y leyó en el
corazón del político. Haber estado allí su prometida, haber te
nido tiempo ¡para mudarse de ropa, para que la doncella hiciese
el equipaje y no haber dedicado tres segundos a rasgar el so.
bre y leer la notita.
—e¿Es posible que se me infiera un insulto más grande!--—
clamó Julián en el colmo de la rabia,
Los dos caballeros se miraban de hito en hito, apesadumbra-
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