tenía que terminar; pues bien, coronel: eso se va a acabar, pero
ahora mismo. Yo, por mi parte, he terminado. ¡Corina! ¡Ca-
ramba con la bailarina!
Cogió el periódico que traía la gran noticia y volvió a leerla.
Había llegado a donde llegan los grandes, a sentarse en el codr-
ciado banco. ¡Y tan joven! Cualquier día aparecería en los
principales diarios y revistas, retratado, caricaturizado por los
trejores dibujantes, comentado por los grandes escritores. Juan
Strickland estaba ya cansado del fatuo político y sentía náuseas
en el estómago por mo poder digerir tanta vaciedad como iba
ensartando. Para acabar con aquello se le ocurrió una idea.
Sonó un timbre y apareció su ayuda de cámara.
—Pasa, Soames, pasa—le dijo su amo.
¿+—Mande el señor.
Pasó el criado y cerró la puerta, permaneciendo cuadrado
como un soldado. Julián Ransome, interrumpido en lo mejor de
su perorata, mo comprendía aquella genialidad del coronel.
—“Soames—le dijo éste—. ¿Cuánto tiempo hace que estás
2 mi servicio?
——Contando el tiempo que fuí asistente del señor, doce años,
y espero que en ellos he hecho todo lo posible por complacer
al señor.
—%í, por cierto—afirmó Strickland-—y me complacerás aún
mucho más si me dices el nombre de alguno que haya sido sub-
secretario del Ministerio de Comercio, durante esos doce años.
El ayuda de cámara se quedó como quien ve visiones. No
contestó,
— Toma el tiempo que quieras para acordarte, Soames.
Al criado se le atragantaba la saliva. Hubiera deseado po-
der satisfacer la curiosidad de su señor, pero por más vueltas
que daba a su memoria no daba con la contestación.
—No lo sé, señor—contestó humildemente.
—«¿De ninguno de ellos te acuerdas?
—-De ninguno, señor.
Strickland no miraba a Julián, pero con el rabillo del ojo le
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