pente, cuando creía haber conquistado el bienestar perdido, re-
cibe aquel desengaño, ¿tenía algo de extraño que al ver la cau-
sante de su ruina perdiese la razón?
Dos o tres veces hizo un movimiento para caer sobre la bai-
larina y extrangularla entre sus manos y Otras tantas volvió a
contenerse, a doblar la cabeza, humillándola abatido, para con-
tinuar su horrible monólogo, sin cesar de abrir y cerrar espasmó-
dicamente aquellas zarpas que querían destrozar, rasgar Carne
humana.
Corina no podía más; sus nervios no la podían ya sostener,
la cabeza se le iba. En un ataque de histerismo suplicó:
—¡Calle, por Dios! ¡No siga! ¡No puedo más! ¡Voy a
gritar. ..! ¡Voy a gritar. . . l—y comprendiendo que le fal-
taba energía para contenerse, cogió la sábana, hizo una pelota
con ella y se la llevó a la boca, apretando con las pocas fuerzas
de que disponía. Su voz, que había ido subiendo de tono, llegó
e ser un agudo quejido que la improvisada mordaza amortiguó
en parte.
Por un momento el mismo Clutter sintió miedo.
—¡Quieta, silencio! —ordenó.
Si Corina gritaba tenía que matarla y aquello sería su per
dición. Adiós dinero, adiós esperanzas de recuperarlo. Ya lle-
garía la hora de la venganza. Por ahora tenía que utilizar a la
bailarina.
—Tú tienes una amiga íntima, Corina.
—¡ Ariadna !—exclamó, mirando a su tirano como si se hu-
biera vuelto idiota. ¿Iba a ser arrastrada la condesita en aqueí
nauseabundo torbellino? No, como «lla pudiera evitarlo. No, eso
nunca; prefería morir entre las zarpas de aquella fiera. Su agra-
decimiento hacia Ariadna era grande, incomensurable. Cori-
ra podía ser todo lo que Trevor había dicho de ella: sin ver-
gienza ni decoro, pródiga, criminal, pero fiel a Ariadna hasta
lo último.
—Lady Ariadna es pobre—replicó.
—Pero tiene un amante muy rico.
—No es su amante.
226
ns N[ Ú - a e
PRA
e