queables setos. Al atardecer llegaron a un pequeño y desigual
claro, en el corazón de la selva. A) pie de un gran árbol, en el
borde del espacio claro, había un búfalo muerto, con su negra
boca abierta. Millones de moscas levantaron el vuelo al acer
carse los indígenas.
Los peones construyeron una plataforma con las tablas que
llevaban, en una rama, a unos cuatro metros sobre +l suelo»,
y ayudaron al coronel a subir al árbol y acomodarse en su puus-
to de espera. “Todo ello fué llevado a cabo sin hacer ruido y
hablando en voz baja.
—El tigre puede andar rondando por aquí, señor—murmuró
uno de los indígenas—. Mañana, en cuanto amanezca, vendre-
mos a buscarle. Buena suerte, señor,
Sin hacer ruido los cuatro desaparecieron; no se oían sus pi-
sadas, ni el chasquido de una rama al romperse. La hierba, Jas
matas apenas se movían a su paso, más que lo que se agitan
cuando las impulsa suave brisa. Sólo se oía el píar y el charl>-
teo de los pájaros que se retiraban a sus cobijos para pasar la
noche, pero pronto aquellos sonidos se apagaron.
Strickland dejó el rifle a un lado, en la plataforma, sacó un
frasco con “whisky” y unos emparedados, y se entretuvo un
rato comiendo; mientras tanto, examinaba el suelo a sus pies.
Desde su puesto de observación veía perfectarnente al búfalo
muerto y por entre las hojas el campo que le rodeaba.
Era una pequeña extensión de terreno, de forma ovalada, de
espesa hierba, circurdado por una muralla de frondosa vegeta-
ción, excepto por un lugar, a su derecha, donde había como un
boquete abierto por el paso de algún pesado animal que había
aplastado los matorrales. Aquella abertura aparecía negra, como
la boca de una cueva.
Ese camino lo ha abierto el tigre mismo—pensó el caza-
dor—; por ahí vendrá. Eso es lo que tengo que atisbar.
La noche se echó encima. En un momento la negrura de lu
que él había comparado con la boca de una cueva se confundió
con el resto de la maleza, la muralla de verdura desapareció.
“Todo quedó envuelto en sombras.
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IS