a encontrarle siempre que quería y aquel fracaso la emocionó.
Una llamada y allí estaba Juan con su Rolls Royce, para po-
nerse a sus órdenes, con el talonario de cheques y todo lo que
se le ocurriese. Era su caballero andante, a la moderna y ahora,
cuando más que nunca le necesitaba, no podía dar con él.
No le cabía en la cabeza que tal cosa pudiera sucederle a ella,
a Ariadna y se sentía molestada con Juanitc. Debiera haber
adivinado que le necesitaba, se lo debiera haber dicho el cora-
zón y haberse quedado en casa aguardando su llamada, sin
ocurrírsele que el buen coronel, en compañía de Trevor, no
bacía sino ocuparse de ella.
A los tres minutos ya se había repuesto del pequeño disgus
to y notificó a su amiga que iba a telefonear a lord Culalla,
—No hará nada por mí—la advirtió Corina.
No obstante, a repetidas instancias de la condesita, el mul-
timillonario las invitó a almorzar, en privado. en su casa de
Carlton.
Corina, nerviosa y azorada, se presentó con su amiga en Casa
del australiano, el cual, sea porque lo aprendiese en su país,
fuese porque lo aprendió en Inglaterra, trataba a las damas
con exquisita caballerosidad; así es, que al recibir a Corina
con la más perfecta cortesía, la bailarina no podía creer que
habían transcurrido dos años de un trato, más que frío, indi-
ferente.
Culalla, después del almuerzo, escuchó el relato que las dos
emigas le hicieron, mostrando un interés tan grande como el de
ellas.
El caso era que había una fiera suelta y sólo Dios sabía a
qué extremo de furia desesperada podía llegar en cuanto se en-
terara de que sus víctimas habían desaparecido. Al mismo tiem-
po, el nuevo aristócrata convino con Corina que no convenía
avisar a la Policía.
—A ninguno de nosotros nos conviene que se conozca la
historia aquélla que ocurrió en mi casa, hace dos años. Es, pues,
necesario buscar otra solución.
Tomó su tiempo para buscarla. Tenía interés en que
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