-— «¿Pero no ha dicho usted que las autoridades francesas
iban a intervenir?
—Sí, así es; pero es el caso que Clutter y Roussencq se uos
han escapado de entre las manos: han desaparecido,
— ¿Cómo?
La exclamación del coronel mostraba tal consternación, que
Culalla quedó sorprendido. Ya sospechaba él que Strickland
estaba enamorado de Ariadna, pero no creía que la desaparl-
ción de los dos criminales pudiera afectarle de aquella manera.
Aquello sólo representaba un retraso.
—Pronto caerán esos dos pájaros; no se apure, coronsl-—
dijo para consolarle-—. Fué ayer, solamente, cuando los hemos
perdido de vista.
—«¿ Ayer?
—S.
—«¿Por la mañana?
—Desde las once y media de la mañana de ayer, no se ha
vuelto a ver a Clutter. Se perdió de vista a mis espías, en los
grandes almacenes de Oxford. Ya sabe usted el gentío que allí
se aglomera a esas horas y próximamente tembién, de once y
media a doce, desapareció en la estación del metro de Piccudi-
lly Circus. Por lo visto era plan arreglado,
Strickland no miraba al australiano. Su mirada vagaba por
la mesa, mirando, sin ver los diferentes objetos sobre el mantel,
fjándola unos segundos más en los objetos brillantes: vasos,
sopa, cucharillas,
Cuando habló lo hizo con voz apagada, indiferente; pero
aquellas maneras dieron a Cuíalla la impresión de lo que sufría
su amigo, más que si se hubiese desbordado en un torrente de
palabras.
-—Si—dijo el lord-—. Esos han descubierto que se les vigila-
ba y han buscado otra madriguera. No me cabe duda.
——Eso quisiera yo: no dudar—suspiró el coronel,
Durante una semana había vivido tranquilamente, alegre y
ahora veía ante él un nubarrón negro, lleno de horrores y ame-
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