El mayordomo dió un gran suspiro y balbuceó:
—i¡Juan el Verdugo!; así firmaba.
—«¿ Cuándo recibiste esa carta?
— Ayer por la mañana, en el primer reparto.
Culalla dirigió una significativa mirada al coronel y explico;
—Esa carta la escribieron después de la larga deliberación
en el restaurante italiano, el martes por la tarde—y volviéndose
hacia su postrado mayordomo, le preguntó ; ¿ Y qué te decía
el Verdugo ése?
—Que acudiera a cierto lugar aquella misma mañana, a
las once y media, mi lord
—¿ Y fuiste?
-Sí, mi lord, y a poco llegó él.
—¿Cómo era? Descríbemelo.
Coucher, para poder corresponder con Carolina Beagham,
se había hecho muy observador y tenía cierta capacidad para
decir lo que había visto. Con su descripción no dejó la menor
duda en la mente de sus oyentes, de que Juan el Verdugo era
Archie Clutter. Era un pseudónimo muy a propósito, muy de
acuerdo con su macabro humorismo,
— ¿En dónde os visteis?—rugió Culalla.
'—En la capilla del Descanso, en el camino de Bayswater,
— ¡Qué!
El australiano perdió su calma habitual y dirigió una mi-
rada terrible a su mayordomo. Strickland no comprendía por
cué aquellos nombres habían descompuesto de tal forma al mi-
llonario. Y era que Culalla era una rara amalgama de hombre,
En medio de su actividad práctica, de su prosa, de su materia»
lismo para acaparar millones, tenía mucho de soñador y aquella
reja capilla, tan a propósito para meditar, tan íntimamente con+
templativo, tan cerca del bullicioso Arco de Mármol, donde él
había pasado largos ratos de placidez y calma, había sido man-
chada, envenenada con la presencia innoble de Archie Clutrer y
eu vil mayordomo: el tigre y el cuervo confabulados para el
mal.
—-<¿Qué le dijiste?