Aguardaría a que la fiera se mostrase bien en el claro y pre-
sentase buen blanco. Ahora la oía, pero no la veía. Calculó la
distancia a la que debía tirar y se fijó en un oscuro matorral
a media distancia entre el árbol y la entrada del camino.
——Cuando llegue ahí—se dijo—. ¡Fuego!
En esto llegó a sus oídos ruido oscilante de ramaje que se
aparta, de ramitas rotas al pisarlas.
El tigre también lo oyó, pues dejó de devorar y rasgar car-
nc y su fiero ronroneo cesó. Lanzó un agudo rugido y desapa-
1eció entre las sombras.
Alguien se acercaba, algo se movió en la oscura entrada de
la trocha que tronchaba la maleza, y a la luz de la luna apare-
ció un hombre.
Llevaba el calzón corto, las medias arrolladas bajo la rodi-
lla y los zapatos que usan los ingleses por aquellas tierras. Su
camisa, hecha jirones, dejaba ver un pecho fornido y las man-
gas remangadas hasta más arriba del codo, mostraban unos bra-
zos musculosos y fuertes. Llevaba en la mano una enorme cla-
va, que manejaba como si fuese ligero junco. A Strickland le
hizo el efecto de una fiera de fuerzas extraordinarias y asom-
brosa agilidad. Era muy alto, de anchos hombros y saliente
pecho, pero estaba extremadamente flaco de piernas y vientre,
como si hubiese pasado largas temporadas sin comer. Su delga-
dez daba pena.
Movido por la compasión, Strickland tuvo intenciones de
llamarie desde su puesto de espera, pero al levantar el hombre
la cara, se contuvo, porque aquella cara no era solamente za-
bareña, macilenta y arrugada, sino que al coronel le pareció
de mal presagio, de expresión malvada y cruel, diabólicamente
siniestra. Strickland no había nunca hecho mucho caso de los
rasgos fisionómicos del hombre para juzgarle, pero aquel hom-
bre parecía emitir maldad, salvajismo. Sus fa ciones denotaban
la astucia y la crueldad refinada. Y, sin embargo, aquel indi-
viduo debía haber si rermoso. Su frente era ancha y despe-
Jada, su nariz rect
detuvo en medio de
a, de finas líneas y un mentón perfecto. Se
claro, mirando a los lados con unos ojos
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